Al Bolaño escritor lo extrañamos, pero también deberíamos extrañar al Bolaño columnista (también quienes no lo conocimos o sobre todo quienes no lo conocimos).
«Jim» (De Entre Paréntesis)
Tuve, como todo el mundo, un amigo que se llamaba Jim. Nunca vi a un norteamericano más triste. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que tenía que durar más de medio año, pero al cabo de dos meses volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. En Centroamérica lo asaltaron varias veces. Lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo.
Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso de la mochila y del miedo. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan nuestro regreso.
Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de liquido inflamable y escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba y luego seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto el rostro de un antiguo amigo o de alguien que había matado.
Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Tal vez me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Cuando por fin se giró observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos.
¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe me di cuenta de que eso, precisamente, esperaba Jim. “Chingado, hechizado/ chingado, hechizado”, era el estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera.
Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y a las pocas calles nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.