[Ojo: spoilers en el último párrafo].
2020 va a suponer un antes y un después en el mundo de los videojuegos. A finales del año pasado salió Death Stranding, durante éste se han lanzado multitud de juegos AAA (sí, esos cuyo ritmo de producción no es sostenible), incluyendo The Last of Us Parte II, que ha roto todos los récords de ventas y ha producido una enorme polémica (la parte incel de la comunidad gamer se ha llegado a organizar para tumbar el juego en Metacritic y así enmascarar su LGTBIfobia bajo el paraguas de la crítica legítima a las decisiones argumentales del juego (spoiler: no lo han conseguido)). Y todavía nos queda Cyberpunk 2077 antes de terminar el año, un juego que tiene un hype como no se había visto nunca, ni siquiera con el Diablo 3 (y esperemos que no sea el mismo pufo).
Antes de empezar a comentar The Last of Us Parte II (en adelante TLOU2) quiero aclarar varias cosas. En primer lugar, que no soy un experto en videojuegos. De hecho, jamás me había planteado escribir nada sobre ellos hasta que he jugado a TLOU2. Lo que quiero decir es que esto no es una reseña ni un análisis, sino más bien las impresiones de alguien que probablemente caiga más de una vez en el perogrullo. Pero, sinceramente, después de terminar el juego no me ha quedado otra que ponerme a escribir. Tal vez lo que pasa es que no quiero aceptar que ha acabado.
Volvamos un segundo a Death Stranding. Una cosa que me sorprendió del título fue que en la larguí(íííí)sima escena de créditos aparecía una y otra vez el nombre del creador: Hideo Kojima. Es así como el productor deviene autor, la categoría que Barthes y Foucault se dedicaron a machacar y reorientar a finales de los 60. Pero no me quiero poner pedante. A lo que voy es que los videojuegos ya no son (hace tiempo que no lo eran, pero 2020 va a suponer en este sentido un punto de no retorno) una modalidad del trabajo asalariado, sino que ya van a ser definitivamente una forma de eso que llamamos arte. Y con esto no quiero decir que tú, lector, o yo, lo consideremos una forma de arte, sino que empiezan a reivindicar en el mercado de lo simbólico lo que Bourdieu llamaría un valor autónomo. ¿Autónomo de qué? Del beneficio económico, claro. Y esto lleva pasando muchos años, la industria del videojuego indie no es nueva (de hecho, es consustancial al género). Lo sorprendente, lo novedoso, es que nos encontremos juegos con producciones millonarias que toman multitud de decisiones que los alejan de la posibilidad de convertirse en superventas. Kojima, de hecho, ha tenido que salir a dar varias entrevistas asegurando que su último juego ha llegado a cubrir costes. De un polo tendríamos, por ejemplo, la saga Call of Duty, una ristra de píldoras de ideología neoliberal con mucho mata-mata y compras ingame para hacerlo más rentable; de otro Death Stranding, un juego delicado y minucioso en el que tu mayor preocupación es todo el rato no caerte al suelo. Si volvemos a Bourdieu uno es una apuesta a corto plazo en el campo; el otro atesora en forma de capital simbólico todo el dinero que ahora no ha ganado.
Pero aunque Death Stranding cambió mi forma de entender las grandes producciones de videojuegos, seguía teniendo un gran problema. Por un lado el juego te pone ante una historia contada de forma maravillosa, con cinemáticas muy cuidadas y una música perfecta para cada ocasión. Personajes complejos, tramas interesantes y múltiples interrogantes que se van resolviendo a muy buen ritmo en un mundo que de primeras podría ser alienígena por lo poco que el jugador sabe de él. Por otra parte es un buen videojuego, difícil de jugar y que requiere mucha paciencia pero cuyas mecánicas acaban por enganchar. Pero esos dos universos, el –digamos– cinematográfico y el lúdico, van por separado, no hay punto de unión.
The Last of Us Parte II corrige esa falla. Dado que se han vertido ríos de bits sobre el juego, me voy a centrar en tres aspectos que me parecen centrales. El primero es precisamente ése, el modo en que los creadores han logrado sortear la barrera que existe entre jugabilidad y cinemáticas. Tradicionalmente esto se hacía permitiendo que el jugador tomara decisiones, dándole una falsa sensación de libertad que terminaba por conducirlo a una serie de finales predeterminados. En TLOU2 no pasa nada de eso: la historia está fijada, eres un mero espectador. Y sin embargo tomas parte en ella. ¿Cómo?
Para explicarlo debo desviarme al segundo de los ejes que quiero tratar. Me refiero al modo en que trabajan con nuestra empatía. Cuando dije en Twitter que estaba pensando en volver a jugarlo, Sergio Chesán se asombró de que quisiera pasar ese mal trago otra vez. Y es que TLOU2 no es un juego naïf, a ratos se pasa muy mal (sobre todo si, como a mí, los juegos de sigilo te dan angustia). Y parte de ese malestar proviene de la empatía, del hecho de que el juego entabla una batalla sin cuartel contra el maniqueísmo. Cuando llegas a la mitad (mini spoiler) te tienes que pedir a la que hasta el momento había sido la mala. Y en un primer momento te parece un recurso fácil, muy fácil, como cuando matas a un soldado y sus compañeros gritan su nombre con voz desgarrada. Sigues jugando, sin embargo, y lo que parecía un truco muy visto se convierte en una decisión genial; según te vas enterando de las pequeñas decisiones de Abby, de los detalles de las complejas relaciones que entabla con los demás miembros de su grupo, comienzas a empatizar. Y en un momento dado enganchas a uno de tus ex aliados del cuello y te dice «Abby, pero ¿qué haces». Y finalmente llegas al momento cumbre (aquél que precede al cambio de personaje de Ellie a Abby) y sufres. Tú, que antes habías desechado el recurso como fácil, acabas llorando a moco tendido y dolido en lo más hondo por lo injusto de una historia que, sin embargo, no podía transcurrir de otra manera.
Y es que el juego no te lleva sólo a sentir emociones como la pena; también ira. Terminas por convencerte de que ese personaje al que a-do-ra-bas se merece lo que le pasa y mucho más. Y es ahí donde TLOU2 supera a Death Stranding. Si te pones el segundo juego en YouTube te pierdes la parte jugable, pero la cinematográfica la disfrutas igual. Si te pones el primero, sin embargo, probablemente lo de Abby nunca deje de parecerte un recurso fácil. Tienes que ser tú el que mate, el que salve, el que ame, el que encarne al personaje en ese verbo tan raro que tenemos en castellano: pedirse a. Y así podemos volver al primer punto que me parece magistral: las escenas en las que tienes que hacer algo (por ejemplo: dar un golpe mortal) y no quieres, luchas contra ello, te tiras cinco, diez, veinte minutos delante de la pantalla (porque el juego sabe que no quieres y no va a meterte ninguna prisa para que pases el mal trago) o incluso dejas que te maten con la esperanza de que haya un easter egg o algo así, de que los programadores hayan contemplado la posibilidad de que no hagas lo que se supone que debes hacer. O incluso tal vez no quieras que el personaje no haga lo que debe hacer. Pero lo haces, lo hace, y la orden la das tú. Sólo tienes que pulsar cuadrado, pero cuando al fin lo pulsas estás sudando o llorando o simplemente desesperado. Mediante un dispositivo del que el cine carece el juego te va llevando lentamente a un estado del que no puedes escapar, y es así como impone su autonomía, y lo hace sin obligarte a tomar decisiones que modifiquen la historia. Ningún Bendersnatch puede imitar eso.
Hay más cosas que apuntar. Por ejemplo, que TLOU2 rompe la convención del género de zombies según la que una vez se acabe la civilización –y con ella el capitalismo– el hombre se va a convertir en un lobo para el hombre, según la famosa sentencia de Hobbes. Esa idea es tremendamente funcional al statu quo, porque parte de la idea de que el capitalismo nos salva de nosotros mismos, de una misteriosa pero comúnmente aceptada naturaleza humana que nos llevaría a cometer las mayores atrocidades.
En TLOU2, por contra, las comunidades que no cooperan no sobreviven, no hay lobos solitarios. La mejor muestra de esto tal vez sea el hecho de que casi siempre vas con alguien que te ayuda a encaramarte, te cubre o te sujeta algo para que pases. Además, cuando te falta el compañero acusas su ausencia, tienes más miedo, lo pasas peor. Pero tampoco cae en un optimismo inasequible al desaliento que llama a la inmovilidad en un mundo en el que todo acaba por salir bien. Al individuo que pasa 8 horas esperando para irse a casa, 10 años esperando un ascenso o una vida entera esperando la prometida jubilación ese discurso le hace seguir así, aguantando con la esperanza de un cambio que muchas veces no llega. En ese sentido TLOU2 no es un juego complaciente. Te hace vivir desde dentro los problemas, a veces gravísimos, que se dan al interior de un grupo humano que trata de sobrevivir en comunidad. Pero tampoco es radicalmente pesimista y –aunque lo hace desde un tufillo judeocristiano algo molesto– también te hace partícipe de las charlas junto al fuego, los encuentros que siguen a los desencuentros y, lo más importante, el perdón.
[S p o i l e r s]
Y es que ésa es la clave de bóveda de TLOU2: que algunas decisiones no tienen vuelta atrás. Casi al final del juego, Ellie le confiesa a Joel: «no sé si puedo perdonarte». El jugador ya había dado por hecho que nunca lo perdonó, que por eso la historia es tan dura, porque no tuvo tiempo para decirle lo que habría querido decirle. Pero la siguiente frase de Ellie nos sorprende y sorprende a Joel (tal vez también a ella misma): «pero quiero intentarlo». Abby nunca encontrará a los Luciérnagas que puedan darle a Ellie una salida mesiánica, un sacrificio que salve a la humanidad. En cambio, en su último encuentro, pelean hasta la extenuación, se acuchillan, se mutilan. Ellie no podía vivir su vida perfecta con Dina y JJ porque hacía como si estuviera entera cuando no lo estaba. En realidad le faltaban tres dedos, con la salvedad de que éstos seguían en su sitio. Ellie sufría una suerte de síndrome del miembro fantasma pero a la inversa. Finalmente, sin embargo, lidia con su pasado, con lo que ha hecho y con lo que le han hecho, y en parte es Joel –lo que de Joel queda en ella– el que se bate en su interior para tomar la decisión definitiva, la que convertirá a Ellie en alguien que elige –como señalaban en este artículo de Nivel Oculto– el touchpad en lugar del cuadrado, alguien que –a pesar de que está mutilada y de que sabe que jamás lo hará como si estuviera «entera»– decide tocar la guitarra con los ocho dedos que le quedan. El final –con esa guitarra apoyada en el vano de una ventana que recuerda a la pantalla principal de la primera parte de la saga– tiene varias interpretaciones posibles. ¿Qué deja Ellie atrás? ¿La capacidad de crear? ¿La melodía de Joel? ¿O es que el símbolo de los Luciérnagas, grabado en el mástil, simboliza la fe en una salida mesiánica? La respuesta a esa pregunta condiciona la respuesta a la siguiente. ¿Ellie va de nuevo a por Abby, a vagar por el mundo sin propósito alguno o a Jackson en busca de Dina y JJ? Yo prefiero pensar que lo que abandona en la habitación de su rancho es la esperanza en servir de cura para una humanidad que –al igual que ella ha aprendido a vivir con ocho dedos– hará bien en olvidar la posibilidad de una salvación providencial y en aprender a vivir con la irrefutable realidad de la que forma parte.